jueves, 29 de julio de 2010

SIMBOLOGIA EN LA CONCEPCIÓN DEL MUNDO WACI:TOGO


EL DUELO DE LA VIDA Y LA MUERTE


El pensamiento cosmológico de los wacì se caracteriza por una infinidad de relaciones simbólicas. Cada fuerza está personificada y cada cosa es percibida como ligada a un universo que palpita. Una serpiente pitón abraza la tierra. Un número está celoso de otro. Una constelación es “seno fecundo”. El agua extingue el fuego y derrota a la fiebre… En el fondo, la voluntad de vivir y de exorcizar el final.
.
Por P. Bruno Gili






Los wacì son una etnia del sur de Togo que suman unas 300.000 personas. Son agricultores y viven de los productos de la tierra. Tienen afinidades ligüísticas, religiosas y sociales con los pueblos limítrofes (gê, minà, éwé, fon, adjà), cuya cultura han asimilado, aunque mantienen aspectos propios.

Quien estudia su cosmovisión y su religión (vodú) queda impresionado por la presencia de infinitos símbolos, hasta el punto de tener que decir que cada cosa es signo de cualquier otra. Números, colores, lugares, duración de los ritos, ordenación del cosmos, indumentaria (o desnudez), naturaleza, animales (sobre todo los vinculados al vodú o reconocidos como tótem) adquieren significados más amplios que los literales o externos.

Algunos números tienen gran importancia. El tres indica estabilidad. Dicen: “Un taburete necesita al menos tres pies para estar derecho”. El tres es también el número de la virilidad, del niño nacido con parto podálico (ago), y del cielo (masculino). La tierra, entidad femenina, está asociada al número cuatro (imperfecto), pero “alcanza” el número siete –sinónimo de perfección y símbolo de fecundidad– con su conjunción con el cielo, y por ello puede dar al hombre todo lo que necesita. Incluso el vodú del rayo (hebiesso) no puede enviar sus saetas y matar a alguien si no “alcanza” el siete, es decir, si la fuerza de la tierra (cuatro) no se junta con la del cielo (tres).

Tres son los años que pasa un novicio en el recinto sagrado, antes de terminar su iniciación. El rito agbowugbe (“inmolación de los carneros”) tiene lugar “el tercer día”; el rito ahwadagbe (“preparación de la guerra”), que concluye las ceremonias que se exigen para la erección del túmulo vodú, se celebra el séptimo día. Cuatro y siete son los meses que pasan los novicios en el recinto sagrado antes de su “salida” para volver a la familia.

EL SEIS "ENVIDIA" AL SIETE

El seis presenta caracteres ambiguos. Como múltiplo de tres, posee aspectos positivos de fuerza, de solidez y estabilidad, de gran equilibrio. En relación con el siete, símbolo de la absoluta perfección, es “anormal” e indica lo insólito. “Envidia” al siete y desea ocupar su lugar, denotando de ese modo desprecio de sí mismo y búsqueda de perfección. Símbolo de lo inacabado, es maestro y rey del desorden y de lo monstruoso. Cuando no está presente el siete, manda el seis. Por otra parte, toda realidad “tiene que pasar por el seis” antes de “tocar el siete”: si no existiese el desorden, incluso el orden no podría ser percibido y venerado como perfecto.

Unido al calor del sol en su cenit, el seis está “escondido” en una membrana pelviana y quiere salir de su “cáscara”. Así se conecta con los niños toxosu, los que nacen con graves malformaciones físicas. Estos niños “monstruos” son asociados a las aguas de los estanques y de los ríos, a los que son “restituidos”, ahogándolos en ellos para luego recuperar allí los cuerpos y darles un culto en el rito nexusue. Estos niños de aspecto “estrambótico” son manifestaciones de un vodú “extraño” en sus comportamientos, llamado él mismo nexusue. “Estrafalarios” son también los tiempos y los ritmos de los ritos mezclados con éste, como también son las vestimentas de sus adeptos: a los hombres y mujeres “consagrados” a él se les permite la desnudez y se les impone el uso de un “extravagante” gorro de fieltro, estilo europeo, para que lo lleven en los últimos tres o siete meses del periodo iniciático antes de dejar las “insignias sagradas” y vestir como los demás (“los laicos”).

El número siete representa un papel en el rito del videto (o “salida del niño” después de su nacimiento): realmente, son otras tantas las idas y venidas que se deben realizar desde la choza hasta el corral con el recién nacido en brazos, antes de que pueda ser aceptado oficialmente por la comunidad familiar o la del clan. “Contar hasta siete” es la regla en el desarrollo de los diversos ritos de iniciación y en los sacrificios.

Ya he aludido al cuatro, como número de la feminidad de la tierra. Cuatro son también los días en los que las muchachas antes de la iniciación permanecen en estado de trance en la choza sagrada, llamada hudo (“nido del vodú”). Los varones, a su vez, perseveran en esta “muerte sagrada” durante siete días.

Entre los wacì, la geomancia o técnica adivinatoria presume de dieciséis representaciones principales, alguna de las cuales se desarrolla en 15 subrepresentaciones (llamadas vikle). El total es 256, número “mágico”, símbolo de fecundidad, de lo que es “manifiesto” y “debe realizarse”.

Otro número significativo es el dieciséis. Es el de los meses de calendario tradicional (algunos, sin embargo, son considerados “no fecundos” y por tanto, el verdadero cálculo comienza desde la quinta luna, con la aparición de las pléyades). El treinta y tres es también frecuente en los ritos de la divinidad afà: considerado como repetición del tres, es afirmación de la estabilidad de la vida, la cual, sin un conocimiento adecuado del afà, quedaría a merced de la casualidad, de la oscuridad y de la desgracia.

El cuarenta es símbolo de sufrimiento, de reclusión y de cambio. Cuarenta (o mejor “cuarenta más uno”, donde el uno es exigido por el legba, entidad caótica y “brazo secular” de la ley, que golpea y mata en nombre de los vodú) son las conchas que forman el collar que se entrega a los iniciados a la salida del recinto sagrado; otras tantas son las enfermedades que puede enviar el vodú a un recalcitrante o a una persona que, consciente o no, infringe sus leyes o renuncia a hacerse iniciar; cuarenta más uno son también los modos “anormales” de nacer.

DA, LA SERPIENTE PITÓN

El universo es concebido como una inmensa calabaza hueca: la tierra es la copa, el cielo la tapadera. Cielo y tierra son de polaridad opuesta: masculino, caliente y seco el primero; femenina, húmeda y fresca la segunda. Pero son complementarios. El calor del sol y la frescura del agua determinan todo tipo de fecundidad. La comunicación entre los dos (y entre los respectivos vodú) se hace posible a través de una serpiente que se hace visible en el arco iris (considerado como un vodú, llamado anyievo, o “pitón gigante de la tierra”). Se piensa que es tan grande como para poder unir el cielo con la tierra. De naturaleza andrógina, este animal es considerado como símbolo del bienestar y manifestaría su “dualidad” en los colores más vivos del arco iris, es decir el rojo y el azul, colores ambos que aparecen en el cuerpo de los iniciados que se preparan para someterse al rito del tudede (o desatadura de las leyes iniciáticas). La inmensa serpiente pitón se muerde la cola para impedir así una posible “explosión”. Tiene también dientes y garras semejantes a las del cocodrilo (animal asociado al vodú del rayo).

La forma de la serpiente se puede encontrar en otras realidades terrestres: el mar con sus olas, la tierra con sus valles y colinas. Incluso la mujer, por la sinuosidad del seno y de las caderas, evoca a una “serpiente erecta”. La serpiente pitón es respetada y venerada como tótem en muchos clanes: nunca se la debe pisotear ni matar. Da (“la serpiente”) constituye con hebiesso y agbui (entidad del mar) una tríada especialmente sagrada.

Una mujer encinta que sueña con serpientes teme que sean anormales sus partos (y, por ello, manifestaciones de los vodú): podría dar a luz hijos deformes, gemelos, gelesosi (albinos, literalmente “caídos de la mano del rayo”; se piensa que, por eso, están “chamuscados”) o lumo (niños que “huyen a gatas” apenas salen del vientre materno). Si el cordón umbilical se parece a una serpiente enroscada, al recién nacido se le llama kenù: de mayor llegará a ser una persona luchadora y segura de sí misma.

CALIENTE Y FRÍO

Los wacì consideran que el mundo es un conjunto orgánico constituido por cuatro elementos: tierra, cielo, fuego y agua. Si el agua desciende (allí está su depósito), el fuego proviene de la tierra, pero está unido al cielo mediante el rayo. El calor y la frescura determinan los momentos del día. Pero también está presente en los animales (que pueden ser de sangre fría o caliente), en las plantas y en las piedras. Las hierbas, plantas y arbustos se denominan ama (literalmente “legumbres”), pero también algunas piedras se pueden denominar con este término. Los pequeños meteoritos caídos del cielo, por ejemplo, son “portadores de fuego”, como lo son las piedras que contienen hierro. Con este mineral se construyen utensilios y armas con las que es posible “herir” el suelo materno o matar personas. En este sentido, armas y utensilios están “ligados al fuego”.

Los utensilios vinculados con el vodú también son llamados adanu (instrumentos de cólera). Este término se refiere a los adaha, que son los cánticos que se ejecutan en los tiempos especialmente sagrados, definidos así por su estrecha relación con la cólera. Este sentimiento tiene su sede en el intestino. Una persona arrebatada de cólera dice Me do dome dzo (“tengo el fuego en el vientre”). Otros sentimientos menos violentos del adanu también tienen vínculos con el fuego, pero residen en el corazón. La persona airada dice: Me bi dzi (“tengo el corazón encendido”).

La fiebre se explica como presencia del fuego en la sangre. Este “ardor” debe encontrar su punto culminante (o crisis) antes de poder ser “atacado” por el agua para reconducir la sangre a su temperatura normal. El sentimiento de la paz, sin embargo, se traduce con la expresión “frescura de la piel” y la sensación se atribuye al agua.

Las “peleas” entre fuego y agua comprobables en el cuerpo de un individuo exigen contrastes mucho mayores en el plano del cosmos. Un mito cuenta que el sol, la luna y la tierra vivían juntos; luego el sol se peleó con la tierra, la luna discutió con el sol y riñó con la tierra. Incluso hoy, con ocasión de un eclipse se dice que “los tres se pelean”. Este continuo “conflicto” inserto en la creación condiciona al hombre, el cual debe recurrir a los ritos situtu o afladodo para recomponer la armonía después de una riña y reencontrar la inserción en la comunidad.

El fuego y el agua se emplean en muchos ritos. Su “lucha” es ritualizada, pero de tal modo que deje de ser “pelea” para convertirse en “integración”. En el rito ahwadagbe (o “gran celebración del fuego” bajado del cielo mediante el vodú hebiesso), los iniciados se arriman al fuego sagrado y piden el poder posesionarse de él para continuar en la tierra “la gran lucha del vodú” contra los disgregadores del orden social y cósmico. El papel del vodú es salvaguardar este orden para que los hombres no desaparezcan de la tierra, y el sol, la luna, las estrellas y la tierra no “caigan” de sus “horcaduras”, sobre las que ruedan dulcemente, y “se aplasten uno contra otro”, provocando la destrucción del cosmos. A pesar de estar en lucha, el fuego y el agua piden a la persona que sea nutifafa (“portadora de paz”), para que todo el cosmos encuentre la misma “frescura” (paz) que advierte en su propia piel cuando es rociada por el agua.

TIERRA Y PLÉYADES

En la cosmovisión wacì todo es vida y fuerza, pero todo puede ser también fuente de muerte. La selva está habitada por duendes (agé) y torbellinos (aziza), que pueden desvelar los secretos de la naturaleza y de sus hierbas medicinales, así como hacer perder el camino, llevar a la locura o causar la muerte. El termitero, con sus infinitos meandros que pululan de vida es el “refugio del vodú”: sus numerosas cavidades aluden a la misma “cavidad del vodú” (la boca profunda excavada para depositar allí lo que contribuye a formar el vodú), en la que éste actúa en el más absoluto secreto. La sabana es el “lugar del fuego”, habitada por los simios, tótem de los gemelos (vinculados también con el fuego).

Vivir en un “universo que late”, exige el conocimiento de unas reglas y la observancia de unos preceptos. Incluso los gestos humanos más íntimos están regulados por ellos. Si la tierra es “madre”, la corteza terrestre es la piel de su “cuerpo materno”. Por ello, tener relaciones sexuales sobre su cuerpo desnudo, sin la barrera de una estera, llega a ser incesto. Las consecuencias serían nefastas: enfermedades, desgracias, anomalías físicas y psíquicas en el hijo concebido.

Pero hay una “matriz” todavía mayor. La representada por las pléyades. Esta constelación, que trae consigo las lluvias “benéficas y fecundas”, simboliza la “gestación continua” que da fecundidad a la naturaleza y eficacia a los ritos sagrados. Incluso las hierbas medicinales, si se recolectan cuando no es visible la constelación, pierden gran parte de su poder curativo. Las pléyades representan una proye-cción de la madre universal invisible llamada bomeno (“madre del mundo de Bome”). Este mundo se distingue del ghetomé (“mundo de aquí abajo” o “círculo de la vida”) y del fetomé (“mundo de los antepasados”). El tomé (“círculo”) es una figura geométrica perfecta por ser “cerrada”: como “la gran serpiente pitón”, que abraza a la tierra e impide la expulsión de lo que contiene en su interior. Los tres mundos (bomeno, ghetomé y fetomé) forman un gran tomé, en el que todo es complementario y está integrado.

El círculo es también símbolo de la tradición: siempre fiel a sí misma, no puede ser representada por una línea recta tendida hacia delante, sino por una circunferencia sin interrupción. En la celebración de los ritos se subraya que su eficacia proviene del hecho de que se repiten en la manera en que los ejecutaban los antepasados.


Fuente:


http://www.combonianos.com/MNDigital/revista/junio/togo.html

No hay comentarios:

Publicar un comentario